Publicado el jueves 26 de mayo de 2011 en el diario La República.
Llegué a repetirme a mí misma que decir abiertamente por quién votaré no es una movida muy inteligente, o al menos eso se me cruzó por la cabeza en un principio, luego de ver cómo las redes sociales se convirtieron en una suerte de campo de batalla, donde conocidos, amigos y hasta familias se atacan entre sí cuando no coinciden con sus candidatos. Supongo que es una de las consecuencias de tener a dos postulantes tan extremos como finalistas, pero, sobre todo, es el devenir de años de sistemática desmoralización y quiebre de las instituciones y valores comunitarios, iniciados con la dinastía Fujimori.
Atrás quedó la politiquería de primera vuelta, donde el fango se tiraba con ventilador y los improperios eras casi impersonales, porque (seamos sinceros) esa es la práctica a la que nos han acostumbrado: repetir enunciados que alguien más dijo por ahí, sin corroborar la información, afirmar que la verdad es la nuestra, que Perú es el que vemos a nuestra manera, y que respeto es eso que vociferamos desde la comodidad de la computadora. La segunda vuelta presenta un escenario que no deja de sorprenderme. En primer lugar, rescato a los pocos que dan a conocer su voto y sus motivos (sí incluso a los más aberrantes), y esto porque el común denominador es ver que todos están en contra de un candidato, pero no necesariamente dispuestos a revelar su voto en favor del otro, o si es nulo o blanco, probablemente porque después de ver cómo les han caído encima a los pocos valientes les resulte difícil sincerarse.
En un lado de ring, los disparates nacionalistas y el etnodelirio de los Humala han cesado, dando cabida a nuevos técnicos de respetada y comprobada trayectoria. Las amenazas a la propiedad privada y la continuidad del modelo económico han quedado atrás, abriendo paso a la concertación y, sobre todo, la humildad política que alguien en su posición necesita para alcanzar los votos, y lo más importante: el respaldo popular que ratifique la gobernabilidad del país tras su eventual victoria. Sin embargo, pareciera que su mestiza presencia sigue irritando bolsillos, y convirtiéndolo en el verdugo de la nueva burguesía.
En la otra esquina, Keiko, oronda como ella sola, agrupando y representando a todos los que hicieron del robo y el crimen un estilo de administración estatal que ahora parece replicarse con mayor facilidad gracias a la estrategia primaria de la mafia: el sometimiento a la desinformación y anemia moral de la población. Preguntémonos a quién imita Chávez, su ”nacionalismo”no esconde más que la mayor admiración por las tácticas instauradas por el fujimontesinismo. Y hacia allá se dirige un potencial gobierno de Keiko Fujimori, la repetición de una democracia mentirosa que sólo se sirve del Estado para engordar los bolsillos de sus familiares.
Pero a eso ya estamos acostumbrados, parece. Ahora, además, tenemos en ciernes una suerte de simbiosis entre los candidatos y sus votantes: ataques, calumnias, rupturas de todo tipo. ¿Vale la pena? ¿Y qué pasó con los tres jinetes del apocalipsis de la primera vuelta? ¿Dónde empieza y termina su responsabilidad democrática? ¿Dónde están los partidos?
Estas elecciones me dejan con la impresión de que los peruanos no nos preguntamos lo siguiente: ¿qué hago por los demás?
Ojalá que la prosperidad propia no sea, una vez más, sinónimo de sufrimiento ajeno, y que unas elecciones no nos separen cuando seguramente, elegido el próximo Presidente, tengamos que estar más unidos que nunca. Recordemos que la nueva riqueza de la que goza nuestro país será la carnada perfecta para identificar a aquellos que intentan robarla.